Cuento de Navidad
Desde mi cueva en lo alto, los podía ver merodeando abajo en el bosque, en la noche sin luna. La enorme nevada, que los había detectado, reflejaba los amarillos de sus antorchas.
Estaba bien pertrechado: mis dos lobos, cuatro lanzas, quinientas piedras, carne para mil días, agua que la nieve y la lluvia repondrían para siempre. Acceso imposible. Solo mi cuerda. Mi cuerda era solo mía.
Llegaron al pie de mi peñasco poco antes de la madrugada. Bajo mis pieles y mis lobos, no me molesté en despertar del todo. Tal vez les escuché gritar y amenazar: seguí soñando.
Me despertó el sol dándome en la cara. Me había perdido el primer regalo del día: Los maravillosos naranjas del amanecer. Hice fuego y me preparé un asado de ciervo que compartí con mis lobos.
Miré hacia abajo. No lo había soñado: sus pisadas se podían seguir como un tajo sucio que hendía la suave blancura hasta donde la vista podía alcanzar. La nieve vestía hasta las más finas ramas que casi llegaban hasta mis alturas. Un aleteo rompió el profundo silencio: un herrerillo se posó en una rama cercana, desprendiendo una banda de nieve que bajó flotando. El pajarillo se acercó a picar las avellanas que siempre le esperaban en el hueco en la pared.
No puedo recodar el tiempo que pasó hasta que una nevada borró por fin las huellas y yo pude bajar a poner las mías, inconfundibles. Tal vez fue un día, tal vez un decenio, tal vez un aleteo. Descolgué a mis lobos y bajé. La nieve me llegaba a la rodilla. Levanté mi pie derecho y lo hundí lentamente para escuchar el crujido de la nieve al pisarla. Repetí varias veces y luego emprendí mi ruta hacia las trampas.
El armiño blanco era ya parte de la nieve en la que dormía. Solo el morrillo negro lo señalaba. Lo desenganché de la trampa, lo tomé, lo acaricié y le agradecí el regalo de la suavidad de su pelo y de su cuerpo. Los lobos, golosos, saltaban a mí alrededor. Grité para sentir como mi voz estaba completamente sola, abandonada por el eco que la nieve se había comido. Seguí caminando entre las hayas de troncos blanqueados por la nieve racheada, escuchando solo mi respiración sofocada por el esfuerzo. Mis lobos se habían quedado atrás. Me acerqué sobre una loma que dominaba y miré: las huellas que había hecho, ¡habían desaparecido! Entonces me sentí libre, liviano como las hilachas de niebla que salían del mar de nubes que borraba el valle. No era nada más que ese vapor que el sol iba haciendo desaparecer con su calor. No era nada más, ni necesitaba nada más. El tiempo también se fue disolviendo por el calor del planeta que me besaba.
Cuando este misterioso hilo que teje nuestros latidos volvió a hilvanar el tiempo, tenía a mis perros lamiéndome las manos. Los abracé y retornamos a nuestra cueva. Disfrutamos del último regalo del día: los violetas del atardecer.
Esa noche, algo excepcional estaba pasando: la luna, completamente llena, empezó a palidecer y luego a enrojecer. Los lobos empezaron a aullarle. Cuando mi llena compañera se vistió por completo de roja sombra, mandé callar a mis lobos. Quería escuchar su mensaje en el silencio de la nevada. Un lejano murmullo. Poco después pude ver el remoto resplandor de sus antorchas: se acercaban muy despacio sobre el blanco profundo, que se tiñó de rojos de luna y antorchas. Sentí lo que nunca: el vértigo de planear sobre las hayas nevadas. El grupo se acercaba con antorchas y voces. Demasiado: en aquel momento me debí dormir.
“Todos los niños se esconden para que los encuentren”, escuché debajo de mis pieles. Mis lobos me pisoteaban para despertarme. No recordaba que ya hubieran aprendido a hablar. Levanté las pieles y me encontré un maravilloso desayuno con pan que aún olía al horno, y todo el montón de regalos que nunca había pedido a nadie. El sol no faltó a su primera ofrenda diaria, iluminándolo todo.
“Todos los niños se esconden para que les encuentren”, sonó desde abajo. Me asomé: allí estaban los demoníacos culpables de todo, preparando más maldades. Me ennegrecí la cara con carbón de la hoguera para que no se me notara la vergüenza que sentiría al encontrarme con tan generosa gente y bajé, tras descolgar a mis lobos que, de tan callados que habían estado, se me antojaron ovejas lachas.
Me montaron en un caballo que habían traído y me dirigieron en comitiva, llamándome Rey Baltasar. ¡Iluminados que me confundían con otro! Me dejé querer. Demasiada nieve para el animalito que no paraba de dar “traspatas”. Me prepararon unas parihuelas, me sentaron y continuamos, mientras me llamaban Olentzero. Tantas lágrimas me caían de ver tan generoso cuidado, que el carbón de la cara se me corrió, dejándolo todo hecho un asco. Me rebozaron bien de nieve, prepararon un trineo con los que antes habían sido mis lobos y corrimos sobre la nieve como si voláramos, a pesar de que íbamos todos montados. Ycargadísimos de regalos. Yo no paraba de llorar con tanto abrazo, mientras los más espabilados iban tirando regalos del trineo para que el exceso de peso no nos hiciera meternos sin pedir permiso en alguna casa. Era una noche donde, al parecer, todas las personas estaban con los suyos, abrazándolos, unos con los brazos, y otros con sus lágrimas en sus recuerdos.